domingo, 21 de abril de 2013

PENA DE MUERTE EN BOLIVIA: Alfredo Jáuregui contra el pasado (y un bolillo fatal)...







No sólo la cárcel y el fusilamiento, sino el estigma de ser llamados Matapandos ha pesado en la vida de una familia.

La Razón / GEMMA CANDELA
00:00 / 21 de abril de 2013

Sonríe melancólicamente. Es el más joven de los condenados (…). Pulcramente vestido, de mediana estatura y complexión casi atlética, Alfredo Jáuregui tiene aún la energía de la juventud y su vehemencia a pesar de los diez años de sufrimientos e inquietudes constantes”. Así describía la antigua La Razón, el 25 de octubre de 1927, al más joven de los cuatro sentenciados a muerte por el supuesto asesinato del general y ex presidente de la República José Manuel Pando. El periódico relataba el sorteo de la jornada anterior para determinar sobre cuál de los condenados se aplicaría la pena. En aquella época, el Código Penal indicaba que, si los sentenciados eran menos de diez, sólo moriría uno de ellos, y sería el azar el encargado de determinar cuál. “Aparatoso y emocionante fue el sorteo de los presos. El bolillo siniestro le tocó a Alfredo Jáuregui”, fue el titular de la crónica del periódico.

El joven, que en el momento del supuesto crimen tenía 16 años, pasó una década tras las rejas y fue ejecutado. El hermano mayor, Juan, su tío Néstor Z. Villegas y el telefonista y guardavía de la línea de El Kenko a La Paz, Simón Choque, eran los otros tres reos. En ese orden sacaron del ánfora los salvadores bolillos blancos. Antes de meter la mano en la urna, en último lugar, Alfredo ya sabía que la suerte estaba echada. Él pagó los platos rotos del Proceso Pando.

Según ha quedado escrito en la historia, y asumido por  buena parte de la sociedad boliviana, los Jáuregui fueron los que perpetraron el asesinato del exmandatario, muerto en junio de 1917. Los republicanos, comandados por Bautista Saavedra, acusaron al presidente de la República, el liberal José Gutiérrez Guerra (ganador de las elecciones del mes precedente), de haber armado el magnicidio.

“Nosotros hemos aprendido así”, afirma Elda Jáuregui Navarro, la sobrina nieta de Alfredo Jáuregui. “Ellos han aprendido así”,  señala a su hijo. “Los niños de ahora aprenden así”. Su padre, Juan Javier Jáuregui Soria, es uno de los cuatro hijos del hermano mayor de Alfredo. Ellos son los “únicos” que mantienen el apellido, afirman tanto Elda como su hijo César. Del resto de la descendencia de Juan, ninguno guarda honor al nombre de la familia: por un lado, la hija falleció sin dejar sucesores y, los otros dos varones, cambiaron el orden de sus apellidos. “Nosotros somos los únicos Jáuregui”, asegura Elda. Su padre y ella misma mantuvieron el apellido a pesar del estigma que cayó sobre todos ellos.

Una familia marcada

Todo empezó con el descubrimiento del cadáver de José Manuel Pando, el 20 de junio de 1917, en el fondo del barranco de Huichincalla, de 30 metros de altura,  cerca de El Kenko, en dirección a Achocalla, relata El Diario de la época. Dolores, madre de Juan y Alfredo, tenía una tienda en ese lugar de El Alto.

Allí llegó el general la tarde del 15 de junio de 1917, de regreso a La Paz desde su finca en Catavi. Había partido el día anterior y, tras pernoctar en la hacienda Machacabú, continuó su camino con el objetivo de estar en la urbe paceña el 16, fecha en la cual tenía que apadrinar un matrimonio. Según se supo después, los Jáuregui conocían al expresidente desde hacía años. “Nosotros conocíamos mucho al general Pando por mantener relaciones espirituales con su hijo, don Ramón”, declaró Juan, quien era juez parroquial, a El Diario.

Las personas que testificaron ante el juez aseguraron que el militar murió apaleado por los que se encontraban en el local regentado por Dolores, entre ellos, sus dos hijos. Uno de los testimonios clave fue el de Pablo Fernández, “cuyas atestaciones guardan perfecta armonía con lo declarado por Demetria v. de Aguirre (una vecina de Achocalla)”, escribía en 1924 el exjuez de Sumario y de Acusación Efraín Chacón, en el libro El proceso Pando ante la opinión pública. Sin embargo, lo particular en este caso es que el declarante era sordomudo. Para interpretar su declaración, el juzgado llamó a otro habitante de la zona, José Calasanz Cuevas, “quien durante mucho tiempo había tenido a su servicio un doméstico sordomudo, por lo que encontraba facilidad suficiente para entenderse con el testigo en cuestión”.

La primera autopsia que se realizó al cadáver de Pando (que duró alrededor de tres horas, según publicó El Diario el 26 de junio de 1917) determinó que el militar había muerto por conmoción cerebral y por lesiones profundas en la parte izquierda del tórax. Este resultado hizo que, en junio de 1919, se absolviera a los acusados, pues no había crimen. Sin embargo, los periódicos afines al Partido Republicano y los diputados opositores, obligaron a  rehacer la autopsia. Defendían la tesis de que el suceso había tenido un móvil político.

De esta tendencia era el periódico La Verdad: “Un informe completo, como deben ser todos los que prestan los médicos legistas, hubiera arrojado muchísima luz sobre las causas que determinaron la muerte y las circunstancias que la rodearon (...). Los médicos han obrado muy precipitadamente...

Sólo así se puede concebir que el informe prestado por ellos al juez, sea tan lacónico y huérfano de datos ilustrativos, que es una calamidad”. El segundo examen forense determinó que “la causa de la muerte es debida a las contusiones que presenta en la cabeza, que han producido una conmoción cerebral, con hemorragia múltiple”.

En 1978, Ramón Salinas Mariaca, descendiente del general, manifestó en su libro Vida y muerte de Pando que la madre del militar, uno de sus hijos (legítimo, resalta), su hermano y otros familiares sufrieron diversos tipos de apoplejías. Por ello, afirma el médico José Alvarado en un artículo publicado en 1998 por la Sociedad Boliviana de Historia de la Medicina, titulado El supuesto asesinato del ex presidente José Manuel Pando. Contribución a su rectificación histórica, el motivo de la muerte puede catalogarse como “accidente cardio-vascular por la edad avanzada y probable arterio-esclerosis”.

Sin embargo, en 1927, Alfredo Jáuregui fue fusilado, hecho que filmó el pionero del cine boliviano Luis del Castillo, también fotógrafo de El Diario.

Los vecinos de El Kenko aprovecharon la situación de la familia para asaltar la tienda de Dolores (quien pasó unos meses en prisión, ya que ella invitó a tomar una sopa al general aquel funesto día). “Por eso, sólo conservamos cuatro fotografías de mi tío Alfredo. Incluso, desapareció la cucharilla de oro que las Damas Paceñas le habían regalado para que pudiera saber si la comida de la cárcel estaba envenenada”, cuenta Elda.

La familia fue víctima de otros robos, que se sucedieron durante varios años; incluso, continuaron cuando Juan y su familia vivían en La Paz, cerca de la calle que hoy es conocida como Eloy Salmón. Juan Javier (que tenía un año cuando su padre salió de la cárcel) recuerda haberse escondido, de niño,  en un cuarto de la casa junto con su hermana mientras un grupo de gente saqueaba su hogar, en ausencia de sus progenitores.

Los mitos

Alrededor de los Jáuregui se tejió toda serie de invenciones, se indignan Elda y César: desde los mismos testimonios acerca de la muerte del general, hasta el origen y estilo de vida de los acusados.

“Tal vez alguien les pagó”, aventura la sobrina nieta, refiriéndose a todos aquellos que testificaron en contra de sus tíos. Un sector político veía en el suceso (o quiso hacer ver) un crimen político, mientras otros sostuvieron en un primer momento que el militar había tenido un accidente, cayendo al barranco.

“En tercero medio, el profesor de Historia dijo que los Jáuregui eran unos yungueños que habían matado a Pando”, rememora César. Ofendido, al tratar de rebatir al docente, se dio cuenta de que le faltaban argumentos. Y no sólo porque no se los enseñaran en la escuela: tampoco en casa se hablaba del tema.

“El abuelo no te contaba porque sí”, concluye. En alguna ocasión, leyó a los nietos la carta que Alfredo escribió a su madre cuando estaba encarcelado. Y poco más.

Incluso, desconocían dónde se encontraba la tumba del fusilado. “Una noche soñé que iba al cementerio y la encontraba. Al día siguiente, fui y, como guiada por alguien, llegué ”, cuenta Elda. Asegura que en su tumba nunca faltan flores, coincidiendo con Mariano Baptista Gumucio, que señala lo mismo en su libro La muerte de Pando y el fusilamiento de Jáuregui. Ella fue quien colocó la lápida; antes, sólo había cemento con el nombre impreso. “La gente cree en él porque mi tío es milagroso”, sorprende Elda. Por ello es que no le faltan las flores. “Andá a la tumba de Pando, no tiene ni una mala hierba”. Ella misma pidió a Alfredo que le ayudase a concebir un hijo, pues no podía quedar embarazada. “Quiero tener un hijo y, si es hombre, llevará tu nombre”, le prometió. César Alfredo Echeverría Jáuregui es el nombre completo de su vástago.

Otra de las historias tejidas alrededor de los hermanos, dice Elda, es que eran personas de clase baja. Baptista refleja en su libro una conversación con Gastón Velasco, hijo de uno de los abogados de los Jáuregui, Teobaldo Velasco. “La gente y los periodistas se sorprendían de ver a los Jáuregui bien vestidos, y es que había personas, como mi padre, que les regalaban trajes y camisas”, comenta Velasco.

Elda rehúsa esa versión. “Alfredo siempre fue una persona elegante. Vestía como los hombres de su época, con sombrero y bastón”. Y critica que nunca haya tocado a su puerta ningún historiador para corroborar ese tipo de datos que luego se han ido repitiendo.

Tampoco sería cierto que su tío se terminara el contenido de una sobaquera llena de coñac que su defensor, Teobaldo, le llevara la noche antes del fusilamiento. “Los dos compartieron y el abogado le dio palabras de aliento”.

El apellido Jáuregui reapareció en los periódicos en noviembre de 2012: en el 85 fatídico aniversario de la muerte de Alfredo, la Cinemateca Boliviana exhibió fragmentos de la película documental que inmortalizó el fusilamiento, realizada por Luis del Castillo y perdida durante casi 85 años. Y es que, al poco tiempo de su estreno, parte de la prensa presionó para que se censurara. “Para dar una pobre idea de Bolivia, para exhibir con enfoque deprimente nuestra justicia, para denigrar la nacionalidad con el coro de indígenas desarrapados, nada se ha dado más cabal. Es este el aspecto en que fundamos nuestra oposición a la publicidad y peor aún a la exportación de esta película”, publicaba el 26 de noviembre de 1927 La Razón.

Apareció en marzo de 2012 entre las 300 antiguas cajas de lata que el dueño del viejo cine Bolívar, Fernando Guerra, donó a la Cinemateca. Carolina Cappa y María Domínguez, encargadas del proyecto Imágenes de Bolivia (cuya finalidad es la identificación y recuperación de filmes bolivianos), la hallaron. “Abriendo una de esas latas tuvimos la suerte de encontrar ésta, que llama la atención por algunos colores que son teñidos de la época”, explica María. El documental, mudo, de 17 minutos de duración, en soporte de nitrato que está descomponiéndose, tiene todos sus fotogramas teñidos, una parte en verde (las escenas centrales, como la lectura de la sentencia, en la cárcel, que es la más larga), y otra (donde aparece Alfredo, el bolillo y el retrato de Pando), en amarillo.

“Lo que hacemos es corroborar los datos que nos da la historia para reconocer estas cintas que no sabemos qué son”, explica Carolina. “Y resulta que esta película se llama El Bolillo Fatal o El Emblema de la Muerte, y no es una producción que figure en los libros de historia”, puntualiza. “Lo que dicen los libros es que hubo una película que se llamaba El Fusilamiento de Jáuregui”, cuenta María. También Arturo Posnansky habría hecho otra, titulada La Sombría Tragedia del Kenko. Se estrenaron casi a la par. Ésta  también desapareció, víctima de la censura. La Cinemateca ha recibido en estos meses varias ofertas para salvar el filme: por un lado, la Filmoteca de la Universidad Nacional Autónoma de México ha ofrecido transferir la cinta de nitrato a película de 35 mm. La NASA digitalizaría ese negativo y, después, la Cinemateca Chilena la restauraría. Así, el filme podría exhibirse de nuevo, para refrescar la memoria colectiva del país.

“A mí me han llamado Matapando”, se indigna Elda. “Lo que nosotros queremos es dar a conocer pruebas concretas, verdades, que están en la historia”.

Ella forma parte de un colectivo de la carrera de Historia de la Universidad Mayor de San Andrés que está investigando lo acontecido. En unos meses, presentarán el informe para que se sepa la verdad en el país, dice César.

“Tiene que cambiar la historia”, opina Elda. “Y eso significa que todo el mundo tiene que conocerla”.


 

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