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domingo, 24 de abril de 2011

SEMANA SANTA: El Proceso injusto e ilegal contra el bendito carpintero de Galilea... Jesús de Nazareth

Después de Cristo
Dios ungió a Jesús con su Espíritu para predicar, hacer el bien y curar


La Razón – 24 de abril de 2011
Este domingo 24 de abril, se recuerda en el país la resurrección de Jesús, el hecho más importante del Evangelio, que es generalmente entendido como el relato de la vida de Cristo. Pero el Evangelio no solamente es la historia de Jesús, es también, y sobre todo, el mensaje que él predicó, aspecto que se suele olvidar y que hoy conviene recordar.

¿Y qué predicó Jesús? Sería vano intentar resumir en pocas líneas todo lo que el hijo de Dios enseñó; sin embargo, valga comentar uno de los pasajes más relevantes, resaltado por el apóstol Pedro en el libro de los Hechos: que Dios ungió a Jesús con el Espíritu para predicar, hacer el bien y curar a todos los oprimidos.
Aquí la palabra clave es unción, que por sí sola no tiene nada de especial (un pan puede ser ungido con mantequilla). Lo que le da relevancia es el tipo de unción, que el propio Jesús se encarga de explicar… “entró en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura del profeta Isaías donde estaba escrito:
‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación de los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor’. Enrollando el volumen se sentó y les dijo: ‘Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy’ ” (Lc. 4:16).
En efecto, desde que Jesús fue ungido por el Espíritu anduvo proclamando la Buena Nueva del reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia; y a partir de ello recién se entiende el vocablo Cristo, que proviene de la denominación hebrea Mesías, que significa el ungido de Dios.
Ahora bien, ¿qué pasó con esa unción después de la muerte y resurrección de Cristo? Antes de partir, Jesús les explicó a sus discípulos que tendría que sufrir y morir por nuestros pecados, pero que nos convenía su partida, pues, de lo contrario “no vendrá a vosotros el Paráclito, pero si me voy, os lo enviaré, para que esté con vosotros para siempre” (Jn. 14:16).
Aquí, el Paráclito se refiere al “Espíritu de verdad que procede del Padre”, que es el poder de Dios que quita cargas y destruye yugos con el que Jesús fue ungido; unción que, según las Escrituras, también está a disposición de los hombres que creen en Jesús como su Señor y Salvador.
Todo esto permite concluir que el cristianismo no consiste en aprender qué se debe o no hacer, qué reglas se deben o no cumplir, sino más bien en comprender lo que sucedió hace más de 2.000 años, que “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino tenga vida eterna” (Jn. 3:16); pero también que Jesús fue ungido por el Espíritu de Dios para quitar cargas y destruir yugos, y que esa unción constituye la herencia que nos dejó Cristo luego de su resurrección. Sólo así se entiende que haya dicho que “él vino a traer vida, y en abundancia”.


EL JUICIO SUMARIO CONTRA JESÚS DE NAZARETH


Por el Rdo. Rey Díaz, pastor en la IMU Sparta en Sparta, Wisconsin - http://spartamethodist.com  

Visto desde el lente de los cuatro evangelios, el juicio sumario contra Jesús de Nazaret representa un panorama sucinto sobre el pliego de acusaciones en el expediente difamatorio contra el Hijo de Dios que condujo a las autoridades a la condena, laceraciones físicas y finalmente la muerte en el Calvario.
Es por todos sabido que la pena capital sobre una cruz estaba reservada exclusivamente para criminales que no eran ciudadanos del Imperio Romano. Pero Jesús, contrario a la ejecución de la condena, no era un criminal. Al contrario, toda su vida la invirtió en servir y ministrar a los necesitados.
El Viernes Santo nos recuerda este injusto juicio contra el Hijo de Dios.
El juicio contra Jesús de Nazaret violó todas las normas del derecho jurídico. No se le proveyó al Hijo de Dios un abogado que pudiera servir en la defensa y posterior libertad del portador del evangelio.
En primer lugar, toda persona acusada de un delito es considerada –bajo principio jurídico internacional– inocente hasta que se demuestra lo contrario. Además, el derecho romano requería un representante legal para procesar a todo acusado de algún delito. Así que la ausencia de un representante legal muestra la vulnerabilidad y quebrantamiento de las normas jurídicas del Derecho Romano cuando no se le dio seguimiento al proceso según las indicaciones previamente establecidas.
Este juicio podría considerarse como un crimen de estado ya que participaron en la trama y cumplimiento de la sentencia el gobernador Poncio Pilato, representando al Imperio Romano, y el sanedrín, compuesto por los principales sacerdotes, escribas, fariseos y saduceos.
En este alegato contra Jesús participaron también la guardia del templo, el rey Herodes, Anás suegro de Caifás Sumo Sacerdote durante aquel año; quienes interrogaron por breve tiempo a Jesús sobre los cargos en su contra.
Sin embargo, la condena a muerte contra Jesús se conocía de antemano, mucho antes de que este fuera procesado por la corte del gobernador, quien como juez y fiscal a la vez podía determinar a su antojo la suerte de cualquier acusado. Así es que el veredicto contra Jesús ya se había fraguado entre las autoridades judías quienes habían llegado a un consenso de que el nazareno era digno de muerte “porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios”. Ellos tomaron esta expresión de Jesús como una blasfemia, digna de muerte (véase Mateo 26:64-65).
En la confabulación contra Jesús también participó un grupo del pueblo judío quienes pidieron a gritos la muerte del galileo en uno de los juicios más resonados en la historia de la humanidad.
Entre las principales acusaciones ventiladas durante el juicio se destacan la de hacerse Hijo de Dios, debido que se creía a sí mismo igual a Dios, expresión percibida como una blasfemia. Aunque también es sabido por todos que la expresión “los hijos de Dios” es un término utilizado ampliamente en la Biblia Hebrea para referirse al pueblo de Israel. Además, decir que él era Rey de los Judíos, que podía destruir el templo y reconstruirlo sin trabajo manual en tres días; y que se oponía al Cesar, el único rey a quienes los judíos reconocían tener.
Poncio Pilato, gobernador encargado bajo la autoridad del Imperio en esa región, trató de valerse de varias fórmulas que le permitieran deshacerse de cualquier culpa o complicidad en contra de Jesús; a quien consideró inocente después de haberlo interrogado en varias ocasiones. En este juego político de Pilato estuvo siempre la oferta de soltar a Jesús, en vez de dejar libre a Barrabas, bajo la declaración de que no había encontrado ningún delito en Jesús.
Pilato también prefirió enviar a Jesús a Herodes para que fuese interrogado por el rey, buscando siempre la fórmula de quitarse de encima dicha responsabilidad, especialmente cuando su esposa le había comunicado que no tuviera nada que ver con la sangre de ese justo, ya que había sufrido mucho en sueño debido al proceso llevado a cabo contra el acusado.
Ninguna de estas ideas le sirvió al gobernador de Roma para evadir la sangre inocente de Jesús. Anteriormente, el Sumo Sacerdote había decretado que era mejor que un hombre muriera por el pueblo, que el pueblo fuera sacrificado por un hombre.
El gobernador Poncio Pilato quiso inclusive entregar a Jesús a los judíos para que lo condenaran conforme a su ley. Pero a los judíos no les era permitido ejecutar la pena de muerte. Es decir, buscaban la pena de muerte contra Jesús, independientemente de que fuera inocente o culpable. Es más, Pilato, en su intento por salvar la vida de Jesús, se lava públicamente las manos para indicar que no se solidarizaba con la muerte del Rey de los Judíos.
La verdad es que todo esto debía cumplirse porque era el plan de Dios para salvar a la humanidad.
Pero Pilato no podía mantener la neutralidad que él deseaba en este juicio y que quiso exhibir desde un principio a favor de Jesús. Mientras intentaba nuevas formulas, a su paso se le iban cerrando los caminos. Los sacerdotes encontraron el punto débil del gobernador para colocarlo en un punto vulnerable no solo en el puesto público que ocupaba, sino que su propia vida entraba en juego en esta decisión.
Muy ágilmente, los judíos recurrieron al argumento de que si Pilato soltaba a Jesús –quien decía ser Rey de los Judíos– se constituía en enemigo del Cesar. Aquí Pilato entraba en una encrucijada entre Jesús y el Cesar.
El uso de este argumento para contar con la aprobación del gobernador fue un instrumento persuasivo en contra de la neutralidad de Pilato. Así es que aunque Pilato se lava las manos públicamente para indicar su inocencia sobre el veredicto buscado por el pueblo y los sacerdotes, decide finalmente entregar a Jesús para ser castigado y ejecutado como un criminal.
Tres cosas muy importantes se dilucidaron en este proceso. En primer lugar, Jesús dejó saber al sumo sacerdote de que era hijo de Dios. En segundo lugar, revela a Pilato que había venido al mundo para ser Rey de los judíos, que todo lo que sucedía era para fiel cumplimiento de las Escrituras. En tercer lugar, el reinado de Jesús, no era de este mundo, lo cual dejó a Pilato sin comprender a quien tenía por delante y la enorme responsabilidad histórica que pesaba sobre sus hombros.
Al momento de su arresto, Jesús había dicho a sus discípulos que si hubiese querido habría orado a Dios. En respuesta a su oración, Dios le habría enviado doce legiones de ángeles. ¿Pero entonces cómo se habría cumplido la Escritura de que era necesario de que el Cristo padeciera, muriera y que al tercer día resucitase de entre los muertos?
En verdad, el Nazareno permaneció callado durante casi todo el tiempo que duraron los interrogatorios para verificar la veracidad de las acusaciones en su contra. Sin embargo, notamos que lo dicho por Jesús durante estos interrogatorios fue usado en su contra. Si Jesús lo hubiese deseado, hubiese salido de las trabas de este juicio, como cuando lo quisieron apedrear en el templo y se fue de aquel lugar, sin que la turba pudiese arrojar piedras contra él.
El otro matiz de este juicio es que, aunque resalta la inocencia de Jesús y la vileza humana, la verdad es que todo esto debía cumplirse porque era el plan de Dios para salvar a la humanidad. A esta injusticia humana contra Jesús, el hijo de Dios, se le suman todas las otras injusticias cometidas en contra de otras personas inocentes en el transcurso de la historia humana.
La buena noticia es que este juicio arroja una gran luz para quienes sufren las injusticias de las fuerzas imperiales y gubernamentales del mal, pues el hijo del hombre será visto sentado a la diestra del poder de Dios y viniendo en las nueves del cielo. Esto quiere decir que los poderes del mal tienen poco tiempo sobre la tierra; que al final, el Rey de los judíos, crucificado, muerto y sepultado por la injusticia humana, vive a la diestra del poder de Dios, y desde allá vendrá para juzgar toda injusticia y castigar a todos aquellos quienes se valen de la mentira, el engaño o el poder para cometer actos que van contra el plan de Dios.
Cuando los judíos protestaron contra el titulo escrito sobre la cruz por orden de Pilato, este último afirmó, que lo que él había escrito se quedaba así. Pilato entendió que la condena de Jesús a muerte era una injusticia, pero no pudo escaparse de ella ni aun lavándose las manos. Tal vez como venganza a los judíos, escribió sobre la cruz del Nazareno “Rey de los Judíos”, y lo hizo escribir en el idioma hebreo, griego y latín para que todo el mundo de ese entonces pudiera entender por lo menos los cargos contra el Hijo de Dios.
Finalmente, el Viernes Santo nos recuerda este injusto juicio contra el Hijo de Dios, el suplicio que atravesó en el Pretorio y luego cuando cruzó por la Vía Dolorosa para luego morir, y redimirnos de nuestros pecados, para restaurar a los hombres y las mujeres de todos los tiempos.
El Domingo de Resurrección sella la obra redentora de salvación de Jesucristo el hijo de Dios. A su vez, anuncia el pronto retorno y reinado del crucificado, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El volverá para reinar para siempre porque su reino, según las profecías bíblicas, no tiene fin.

--El Rdo. Rey Díaz es pastor en la IMU Sparta en Sparta, Wisconsin - http://spartamethodist.com

el Intérprete Online – marzo-abril, 2011

Proceso contra Jesús de Nazaret

JUAN JOSÉ TAMAYO 
El proceso y la muerte de Jesús de Nazaret han sido interpretados en clave sacrificial, conforme a la lógica de la violencia de lo sagrado, inherente a la mayoría de las religiones cultuales. La formulación más extrema de esta interpretación es obra del teólogo medieval san Anselmo. Según ella, Jesús, víctima inocente, se somete a la muerte por decisión de Dios, su Padre, para reparar la ofensa cometida por la humanidad contra Él. Como la ofensa es infinita, debe ser reparada por una persona que sea al mismo tiempo humana y divina. Esa persona es Cristo. Y la forma de pagarla es la muerte. Pero no una muerte cualquiera, sino la más dolorosa que mente humana alguna pueda imaginar: la crucifixión.
Cris to habría cargado gustoso con la cruz camino del Gólgota y habría aceptado la muerte sin rechistar en cumplimiento de la voluntad de Dios. En él se haría realidad, en su literalidad, la descripción que hace el profeta Isaías de la figura simbólica del Siervo de Yahvé: "Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y rechazado por todos, abrumado por los dolores y familiarizado con el sufrimiento, ante el que se ocultan los rostros. Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado. Sufrió el castigo por nuestro bien y con sus llagas nos curó... El Señor cargó sobre él todas nuestras culpas. Cuando era maltratado, se sometía y no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca... El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación" (Isaías 53, 3-7).
El Dios que aparece en esta interpretación tiene un gran parecido con los señores feudales del medievo. El trato que da a su hijo es peor incluso que el dado por aquéllos a los siervos de la gleba. Se trata de un Dios violento, vengativo, sin entrañas, más sanguinario que Moloc, que exigía el sacrificio de niños para aplacar su ira y conseguir sus favores; un Dios no sólo impasible e insensible a los sufrimientos humanos, sino causante de ellos; un Dios que necesita el derramamiento de la sangre de su hijo, hasta la última gota, para sentirse rehabilitado en su honor herido.
El sacrificio de la muerte de Cristo tendría carácter expiatorio: una víctima inocente paga por todos, y, así, la humanidad es redimida de sus pecados y consigue la salvación. El mismo Cristo habría dado sentido redentor a su muerte, entregando su vida como rescate por todos los seres humanos y derramando su sangre para el perdón de los pecados.
Esta interpretación sintoniza, en cierta medida, con el sentido salvador atribuido a la muerte de determinados personajes míticos o históricos. Es el caso de Andrómeda, encadenada a una roca para ser devorada con el fin de apaciguar al monstruo que había arrasado el país, o de Ifigenia, sacrificada por su padre, Agamenón, para lograr que el viento se tornara favorable a los griegos y pudieran conquistar Troya. No han faltado revolucionarios de los diferentes movimientos de liberación que han dado un sentido redentor a su muerte, como han puesto de manifiesto el escritor AlbertCamus y el filósofo ErnstBloch en dos textos antológicos. El primero, en Los justos, donde el revolucionario Kaliayev define su muerte como "mi suprema protesta contra el mundo de lágrimas y sangre". El segundo, en El principio esperanza, donde presenta al héroe rojo sacrificando su vida en aras de un mundo mejor para todos los proletarios del mundo.
La interpretación sacrificial del proceso y de la muerte de Jesús ha sido la más extendida en la historia del cristianismo, la que más influyó en la piedad cristiana y la que más marcas, incluso físicas, ha dejado en los cuerpos macerados de los penitentes y en los cuerpos violados y violentados de las mujeres maltratadas. Desde ella se ha justificado la necesidad de las víctimas como condición necesaria para la reconciliación de los seres humanos.
Y, sin embargo, no parece que ésa sea la más acorde con los hechos. La vida y la muerte de Jesús constituyen la más rotunda negación de la violencia de lo sagrado y de la lógica sacrificial, como se ha encargado de demostrar con gran lucidez Girard en su obra El misterio de nuestro mundo y como se deduce de las más recientes investigaciones históricas al respecto.
Jesús no fue sacerdote, ni perteneció a ninguna familia sacerdotal. Puso en marcha un movimiento religioso igualitario de hombres y mujeres, entre los que no había ningún clérigo. Vivió y se comportó como un laico crítico con la institución sacerdotal y con sus prácticas cultuales legitimadoras del orden religioso y político establecido. Asistía con frecuencia a la sinagoga, lugar de reunión y de proclamación de la palabra de Dios como Buena Noticia de liberación para los oprimidos. Su relación con el templo fue, sin embargo, distante, crítica y conflictiva, como muestran la expulsión de los vendedores y el anuncio de su destrucción. Vivió en permanente conflicto con las autoridades religiosas, desafió a los poderes políticos y denunció sin contemplaciones a quienes oprimían a los pobres.
Las razones de fondo alegadas en el proceso contra Jesús ante el tribunal romano son preferentemente de carácter político. Jesús no es condenado por blasfemo, sino por incitar a la nación a la rebelión, por prohibir el pago del tributo al César y por pretender ser rey (Lc,23,2). Esta última acusación fue la que más pesó en el juicio, como consta en la tablilla de la cruz: "Jesús el Nazareno, Rey de los judíos", que es recogida por los cuatro evangelistas y cuenta con una sólida base histórica. Arrogarse la realeza de Israel constituía un atentado contra el Imperio y comportaba todo un desafío a la máxima autoridad romana. En definitiva, Jesús es condenado como enemigo del Imperio y, según la lógica imperial, como enemigo de la humanidad.
Si todavía quedara alguna duda sobre las causas de la condena se despejan con sólo fijarse en el tipo de muerte a que fue sometido: la crucifixión, el suplicio más cruel e ignominioso entonces, según Cicerón. Era un castigo reservado a los delitos de carácter civil o militar, que se aplicaba a menudo a esclavos, criminales y traidores, así como a rebeldes y sediciosos de las provincias sometidas al Imperio Romano, como era el caso de Galilea.
La muerte de Jesús en la cruz -atestiguada no sólo por los evangelios y otros escritos del Nuevo Testamento, sino también por historiadores romanos y judíos- no fue precisamente un plácido sueño del que uno ya no despierta, ni se debió a un error del tribunal romano, como creía Bultmann. Se enmarca en el horizonte ético-subversivo en el que se desarrolló su vida. Jesús vive su muerte no de manera impasible, no como un héroe en olor de multitudes, sino como una persona fracasada, que es abandonada por sus más cercanos seguidores, excepto un grupo de mujeres que lo acompañan hasta el final. Siente pavor, tristeza y angustia, como atestiguan los evangelios. En el momento supremo, comenta el teólogo alemán Moltmann, "sintió desesperación". Es una muerte trágica, de un patetismo inenarrable y de una crueldad extrema. En nada se parece a la muerte de Sócrates.
Jesús rompe con la lógica necrófila del sacrificio, que genera víctimas, y apuesta por la lógica biófila de la compasión, que crea una corriente cálida de solidaridad. Aquí radica, a mi juicio, la novedad del cristianismo, que la historia no supo captar y que es necesario activar hoy, desenmascarando la violencia sacrificial, tan presente en la cultura moderna bajo formas secularizadas. De esto hay una lección a sacar para el futuro, que formula el antropólogo Girard con gran lucidez: "La humanidad entera se encuentra enfrentada a un dilema ineludible: es necesario que los seres humanos se reconcilien por siempre sin intermediarios sacrificiales o bien que se resignen a su extinción próxima".
Juan José Tamayo es teólogo y autor de Por eso lo mataron
El País, 20 abril 2000