El “nuevo constitucionalismo latinoamericano”
Los recientes textos
fundamentales tienen elementos autoritarios propios del siglo XIX
A partir de creaciones y reformas constitucionales como las que
se sucedieron en Colombia en 1991, Argentina en 1994, Venezuela en 1999,
Ecuador en 2008, o Bolivia en 2009, comenzó a hablarse de un “nuevo
constitucionalismo latinoamericano”. Lo de “nuevo” merece revisarse porque,
según diré, las renovadas Constituciones tienen demasiado que ver con las que
existían antes, pero en todo caso tiene más sentido concentrarse en el valor de
las mismas. Ello, en particular, dado el interés que han podido generar estos
documentos. Es mi impresión que se da un cierto equívoco sobre tales textos,
que nos lleva a elogiarlos por aspectos en los que ellos fallan, y a desconfiar
de los mismos a partir de otros rasgos que son merecedores, en cambio, de
alguna cuidada esperanza.
Vayamos, de todas formas, por partes. El “nuevo
constitucionalismo latinoamericano” tiene poco de nuevo, sencillamente, porque
el mismo no introduce novedades relevantes en relación con el “viejo
constitucionalismo,” en ninguna de las dos partes esenciales en las que se
divide cualquier Constitución: ni en la sección dedicada a la organización del
poder ni en la relacionada con la declaración de derechos. Las Constituciones
de América Latina son, en su gran mayoría, estructuras consolidadas con más de
dos siglos sobre sus espaldas, que en todo caso han incorporado algunos pocos
cambios en los últimos tiempos (el primero, habitualmente, relacionado con la
reelección presidencial) sobre una base que permanece intacta, idéntica a sí
misma. Esa base tiene entonces dos partes: una organización de poderes que es
tributaria del siglo XIX; y una organización de derechos que se modificó
esencialmente a comienzos del siglo XX, y que desde entonces no ha variado de
modo extraordinario. La primera parte —la vinculada con la organización del
poder— sigue reproduciendo hoy el viejo esquema moldeado alrededor de 1850, en
toda la región, al calor de un pacto entre las fuerzas del liberalismo y el
conservadurismo, las dos grandes corrientes de pensamiento que, con modos
violentos, disputaron su predominio durante las primeras décadas que siguieron
a la independencia regional. El pacto liberal-conservador que, algo
sorprendentemente, se extendió en Latinoamérica desde mediados del siglo XIX se
expresó, sobre todo, en Constituciones restrictivas en materia de derechos
políticos; hostiles a la participación cívica; desatentas frente a la “cuestión
social”. Constituciones que, territorialmente, concentraron el poder en un
“centro”, mientras que, políticamente, centralizaron la autoridad en un Poder
Ejecutivo especialmente poderoso.
Estas Constituciones, en buena medida inspiradas en el modelo
norteamericano de los “frenos y contrapesos,” se desmarcaban del ejemplo de
Estados Unidos justamente en este punto crucial (la organización del poder, y
en particular del Ejecutivo) para apoyarse en cambio en el modelo autoritario
napoleónico, o en el caso más familiar y cercano de la Constitución de Chile de
1833 (ejemplo típico del primer constitucionalismo autoritario de la región,
pero también, para muchos, sinónimo de estabilidad política). Con esta
variación (que el jurista argentino Juan B. Alberdi justificó refiriéndose a la
necesidad de contener los riesgos de la “anarquía”), las Constituciones
latinoamericanas modificaban de modo radical —y muy grave— el esquema de los
“frenos y contrapesos” que quedaba, de esta forma, desequilibrado, perdiendo
así buena parte de la virtud que le daba sentido. Se iniciaba así el derrotero
de poderes políticos institucionalmente separados de la ciudadanía, y
capacitados para “torcer” e inclinar a su favor al resto de la estructura de
poderes.
La segunda parte de las Constituciones latinoamericanas —la
relacionada con las declaraciones de derechos— sufrió cambios muy
significativos a comienzos del siglo XX. Ello así, sobre todo, desde la
Revolución de México y el dictado de la Constitución de 1917. La Constitución
mexicana, en efecto, trastocó la tradicional estructura de derechos típica del
constitucionalismo liberal-conservador de la región, vigente hasta entonces.
Las “viejas” Constituciones aparecían ante todo preocupadas por la preservación
de la propiedad, los contratos y el libre cambio; eran en el mejor de los casos
ambiguas en materia religiosa; hacían algunas referencias a derechos liberales
clásicos (libre expresión, libre asociación); y mantenían completo silencio en
materia de derechos sociales. Desde la Revolución de México, en cambio, todas
las Constituciones latinoamericanas modificaron sustantivamente su listado de
derechos, y se comprometieron enfáticamente con declaraciones amplias,
generosas, muy ambiciosas en materia de derechos. Mal que le pese a algunos, lo
cierto es que el constitucionalismo mundial (salvo excepciones que incluyen a
la Constitución de Estados Unidos) cambió desde entonces, y comenzó a adoptar,
de forma más o menos explícita, más o menos rotunda, significativas listas de
derechos sociales, económicos y culturales.
El “nuevo constitucionalismo latinoamericano”, surgido a finales
del siglo XX, no modificó de modo relevante el viejo esquema (más allá de que
en un futuro trabajo, más detallado que éste, deban precisarse diferencias,
país por país). Las “nuevas” Constituciones latinoamericanas se mantienen
ajustadas al doble molde originario. Se trata de Constituciones con “dos
almas”: la primera, relacionada con una estructura de poderes que sigue
respondiendo a concepciones verticalistas y restrictivas de la democracia, como
las que primaban en el siglo XIX; y la segunda, de tipo social, relacionada con
la estructura de derechos que se forjara a comienzos del siglo XX. A esta
combinación, el último constitucionalismo latinoamericano le agregó pocos
cambios, que facilitaron las reelecciones presidenciales, y en todo caso
expandieron algo más las ya ambiciosas listas de derechos: si las de comienzos
de siglo habían procurado incorporar a la “clase trabajadora” en la
Constitución (más no sea a través de las declaraciones de derechos), las de
finales de siglo comenzaron a hablar de derechos indígenas, multiculturales, o
de género. Cuestiones que no habían sido tematizadas por las Constituciones
anteriores.
El debate que me interesa promover, en todo caso, nada tiene que
ver con el carácter más o menos innovador del “nuevo constitucionalismo.” Me
interesa señalar, en cambio, de qué modo el “nuevo constitucionalismo
latinoamericano” reproduce las viejas estructuras autoritarias que recibimos en
legado de los siglos XVIII y XIX. Me interesa afirmar que no hay proyecto
democrático y de avanzada bajo organizaciones de poder concentradas en
Ejecutivos o monarcas, que representan la negación política de la democracia
que declaman. Y me interesa insistir, ante todo, en esta idea: la contradicción
que las nuevas Constituciones establecen entre el modo en que organizan el
poder (estilo siglo XIX) y el modo en que definen derechos (estilo siglo XXI)
no nos habla de una relación desafortunada, con la que hay que aprender a
convivir, sino de una tensión que amenaza la vida misma de los derechos que
esas Constituciones proclaman.
No se trata, sin embargo, de recitar los nombres de los principales
gobernantes de la región, responsables de los derechos que no se efectivizan,
bajo retóricas siempre encendidas. Se trata de denunciar un modo errado de
pensar el constitucionalismo, que después de más de doscientos años de práctica
no ha aprendido a reconocer lo obvio, esto es, que el poder concentrado
(político, económico) no puede sino resistir la puesta en práctica de los
derechos nuevos, porque ella promete socavar también el poder de quienes hoy
gobiernan discrecionalmente, bajo el control de nadie. Los latinoamericanos
fueron los primeros en asegurar el ingreso de la “clase trabajadora” y otros
grupos desaventajados a la Constitución, pero lo hicieron sólo a través de la
sección de los derechos. Ha llegado la hora de que abran para tales grupos las
puertas de la “sala de máquinas” de la Constitución, que después de más de dos
siglos siguen —como en toda Europa— todavía cerradas.
Roberto
Gargarella es profesor de Derecho
Constitucional y doctor en Derecho
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