¿ES LA DIGNIDAD
EL MEJOR SUSTENTO DE NUESTRO
ACTUAL CONSTITUCIONALISMO?
Eloy Espinosa-Saldaña Barrera
I.
Algunas notas previas:
Conocí a José Antonio Rivera hace algunos años, cuando fui invitado
como profesor a Sucre por la
Universidad Andina Simón Bolívar. El grupo con el cual
me invitaron era sumamente interesante, pues se encontraban en la misma clase de maestría a trabajadores, magistrados titulares y magistrados suplentes de
entidades como la Corte Suprema, el Consejo Nacional de la Magistratura y el Tribunal Constitucional bolivianos. Sin embargo, José Antonio
se destacaba nítidamente sobre los
demás.
Y es que su dominio
de la materia era ya riguroso y la forma de presentar los temas muy fluida. Una verdadera figura académica con luz
propia: uno de esos estudiantes que honran a
sus profesores(as) en la medida en
que el docente puede decir con orgullo que compartió
clase con gente de gran valor.
José Antonio Rivera siguió
entonces el trabajo
emprendido cada vez con más fuerza. Su rigor académico ha ido y
sigue yendo en defensa de la Constitución, el Derecho, los derechos y la
institucionalidad. Allí ha hecho una labor encomiable, sin sucumbir a las múltiples tentaciones que nos
pone el poder político o el
económico, y sin retroceder frente al eventual riesgo de ser demolido por la suerte de aplanadora
que muchas veces es utilizada para desaparecer a quien piensa distinto y defiende
pensamientos democráticos.
Realizar
entonces un homenaje a José Antonio
es pues una excelente idea y, además, un acto de justicia.
Enhorabuena por ello, y es en ese sentido que paso a desarrollar mi
contribución al homenaje con el
tratamiento del tema expuesto a continuación. Ojalá estas reflexiones
estén a la altura del reconocimiento que merece recibir el profesor Rivera, destacado constitucionalista y gran persona.
II.
El encuadramiento de algunas cuestiones que quiero discutir:
2.1 ¿Basta
con la referencia a la dignidad
de la persona como sustento de los derechos fundamentales?
Históricamente, y sobre todo por el influjo de una serie
de acontecimientos impulsados en la dinámica del contexto europeo-continental, se fue
apuntalando un paso de un “constitucionalismo de los límites” a un “constitucionalismo de los derechos” (y los principios y valores asumidos
como sustento de los
derechos), constitucionalismo que, por diversas razones, tiende a presentar como su último sustento a la
dignidad humana.
No es este el espacio para explicar en detalle ese proceso o hablar de sus innegables ventajas.
Quiero anotar aquí otra cosa: la dignidad
tiene hasta hoy un carácter
indeterminado, cuando no polisémico.
Ha sido inclusive entendida de maneras muy diversas, y no pocos cuestionan el
que esta dignidad para muchos se sustenta
en consideraciones metafísicas presentadas como incuestionables e incontrastables.
Cabe entonces preguntarse si puede sustentarse
la propia subsistencia de los
derechos y el mismo constitucionalismo
básicamente en la dignidad de la persona, y,
más aún, si puede configurarse “6una
fundamentación de los derechos
desprovista de ontología (atendiendo
a una supuesta esencia o naturaleza humana),
metafísica (desde nociones
ajenas a una experiencia o realidad
específica), o ejercicios constructivistas”;
y recurrir a morales distintas, con un alcance más pragmático y
fundamentalmente más fácil y objetivo (si cabe el término) de justificar.
Indudablemente
existen posiciones muy radicales al respecto. Es conocida la alegación de
Bobbio, referida a que ya no se necesita justificar los derechos (eso ya lo ha hecho la Declaración Universal de los Derechos Humanos),
sino tutelarlos.
Aquello incluso ha llevado a algunos a asumir que existe una confrontación
entre fundamentación y eficacia
de los derechos, postura que respeto pero que no comparto, en base a diversas razones. Entre ellas se encuentra la de extender que la
eficacia y la protección de los derechos no depende únicamente de un discurso o
declaración bien intencionadas.
Nadie niega
el valor de la noción de dignidad, la cual representa e incluso simboliza el
enorme cambio de sensibilidad ocurrido luego de la Segunda Guerra Mundial.
Rescata que la persona humana tiene
un valor no negociable e inviolable. Ahora bien, y digámoslo con franqueza
nuevamente, no hay una definición unívoca de dignidad, sino nociones o aproximaciones con, por
decir lo menos, relevantes matices
entre sí, y que, en todo caso, son alternativas que suelen tener limitaciones para justificar la decisión
tomada en diversos contextos (el reconocimiento de titularidad
de derechos fundamentales a la persona
humana, por ejemplo, puede sustentarse en una argumentación en base
a la dignidad).
Concuerdo
con quienes, como Sosa, asumen que son cuatro las nociones
más difundidas sobre lo que debe
comprenderse como dignidad: como mandato de no instrumentalización de las personas (las cuales deben ser entendidas como fin y no como medio); como atributo o naturaleza inherente
a todo ser humano (vinculado con aquello de que todos(as) somos iguales
en dignidad); como capacidad para ser
sujeto racional y moral (la denominada dignidad como autonomía moral); y, finalmente, como aspiración política normativa, como un “deber ser”, el cual debe otorgarse
a toda persona (por ejemplo,
garantía de condiciones dignas de
existencia). Entre esos escenarios,
pero también con dichas facultades, es que
se fortalece el papel de la dignidad, llegando algunos a señalar
que todos los derechos pueden ser entendidos como manifestaciones o
concreciones de dicha dignidad (una suerte de dignidad concretizada).
Ahora bien, es importante
reconocer la importancia de asegurar los derechos.
El problema es que con tantas imprecisiones, los consensos son más aparentes que reales,
y la invocación a la dignidad puede servir para intentar
justificar interpretaciones contrarias entre sí. No ayuda
a evitar estas diferencias la formulación abierta
de la dignidad, ni el que su sustento sea en la mayoría
de los casos en formulaciones metafísicas previas, con carácter
inviolable, y que exigen su cumplimiento y respeto de la
manera más rigurosa posible.
Señalado lo anterior, cabe preguntarse si el sustento
de los derechos debería encontrarse más bien fundamentado en la
realidad o en la experiencia dejándose de lado sustentaciones basadas más bien en consideraciones de tipo ontológico o metafísico. A ello derivará mi análisis
de inmediato.
2.2 Los
retos de la postura a estudiar, y algunos elementos para su configuración
Conviene hacer presente que un esfuerzo por
plantear argumentos morales sin carga metafísica implica, como bien señala
Sosa, “superar la denominada “falacia naturalista” o “Ley de Hume”, que señala que no es posible fundamentar
sobre asuntos del “deber ser” desde el mundo del “ser”. Dicho en otras
palabras, que de los hechos de la
realidad (descripciones) no puede
extraerse exigencias morales (prescripciones),
exigencias que, por su naturaleza, solamente podrían sustentarse en lo
moral”.
Si bien lo planteado
en la ley de Hume es por lo menos discutible,
también es complejo sostener que siempre se puede relacionar entre “ser” y
“deber ser” o entre “hechos” y
“valores”, como también señala el autor precitado.
En ese contexto donde
cada vez más autores que sostienen que hay “datos
de la realidad que generan en nosotros lo que podemos denominar “emociones” o
“sentimientos morales””.
En ese mismo tenor van hoy disciplinas como la neuroética y la neurobiología.
Desde esta todavía nueva
postura, como bien sostiene Sosa en su trabajo, se constata que hay datos de la
realidad (sentimientos, emociones),
que en realidad no son argumentos
morales, pero que indudablemente condicionan o enmarcan cualquier razonamiento
moral posterior nuestro (y por ende, los juicios o valoraciones
de carácter moral que seguramente luego todos(as) haremos).
A diferencia de lo planteado en la Ley de Hume, lo que se presenta en los hechos es un proceso
de descripción, valoración y prescripción en cada persona.
Lo que se tiene que analizar, ya desde una
perspectiva de fundamentación alternativa, y
no por ellos menos interesante, es que,
como señala Sosa, “los seres humanos tenemos necesidades básicas (que atender), cuya insatisfacción valoramos
negativamente, pues asumimos que causan daño grave (propio o ajeno)”.
Allí, por razones más objetivas (la existencia de necesidades básicas cuya
atención generaría motivos para actuar y razones morales que impulsen ese
accionar), las cuales suelen tomar
la forma jurídica de un derecho.
Ello en base a la exigibilidad y demás ventajas de los derechos, si así lo permite la fórmula constitucional de cada país (reconocimiento expreso por
reforma constitucional, reconocimiento interpretativo
del Tribunal Constitucional utilizando una cláusula
de derechos implícitos o apelando a una interpretación convencionalizada de lo sucedido, etcétera).
Esta
configuración de las necesidades proviene sin duda algunas, de muchas fuentes
como, por ejemplo, Heller (1978) o Doyal y Gough (1991). En un primer lugar, implica tomar una postura
sobre lo justo (¿quién lo decide?
¿qué puede considerarse justo para alguien?). En segundo término,
el uso de la denominada Teoría de las necesidades humanas, muy funcional para
determinar nuestra noción de necesidades básicas, siendo especialmente interesante lo dicho inicialmente
por Agnes Heller a1 respecto (luego dicha autora introduce
matices a sus formulaciones, las
cuales no comparto, pero que serán
materia de otros comentarios ): que
la sociedad o el contexto (sistema) generan
un conjunto de necesidades que en principio buscan no favorecer a las personas sino al actual estado
de cosas, y que estos criterios no puedan ser impuestos por una burocracia, sino que sea
producto de una
afirmación personal y en base a una priorización desde una manera político institucional de raigambre democrática, lo cual no atiende
a una supuesta jerarquía metafísica, sino a consideraciones más concretas y prácticas.
Aporta
también, y mucho, a esta discusión
la llamada Teoría de las capacidades básicas
y del desarrollo humano, postura en
la cual destacan específicamente los trabajos
de Amartya Sen y Martha Nessbaum. Ellos parten
de la idea de que el bienestar o logro de las personas
no se basan en la abstención de
“logros”, como la realización de funciones,
la obtención de beneficios o la asignación de recursos, sino que
lo que deben atenderse son las llamadas
capacidades humanas básicas, las cuales pueden ser enunciadas (para ser
reconocidos e incluso exigidas) en una lista
de carácter político o político-jurídico
(como una Constitución).
Conviene sin duda además, si de configuración de
derechos se tiene, la tradición política
republicana. Y es que, como
señala Sosa, “a diferencia del liberalismo, el cual entiende a la libertad
personal como no interferencia, el republicanismo manera una idea de libertad personal como “no dominio”
y “autonomía””. Esta
concepción parece propiciar el desarrollo de una comunidad de ciudadanos libres
e independientes, además de asegurar el ejercicio efectivo de la ciudadanía.
Y es que
el republicanismo además reclama la configuración “de una comunidad de
ciudadanos libres e iguales, así como el efectivo
ejercicio de la ciudadanía. Valora,
además, el “autogobierno” o autonomía política de la comunidad, y considera que a partir de la discusión libre y pública
de los asuntos que involucran
a todos(as) es posible fijar mejores reglas y metas”.
Todo lo expuesto reclama indudablemente la satisfacción
de precondiciones políticas y económicas,
y entre ellas, valga la redundancia,
la satisfacción de necesidades
humanas que pueden ser calificadas como esenciales.
2.3
Alcances y pertinencia de las necesidades básicas para el rol
sugerido
Siguiendo
las pautas planteadas por los promotores(as) de esta postura, las denominadas
“necesidades humanas básicas” “son exigencias morales vinculadas con
capacidades o condiciones de vida, cuya ausencia hace imposible una vida humana
sin daños graves, padecimientos u opresiones”.
Su satisfacción, siquiera a nivel básico,
“permite la supervivencia en condiciones
saludables, donde cada quien elija y cumpla los planes de vida que considere
valiosos, así como el autogobierno y la participación activa en la comunidad
política”.
Su configuración no es producto de una orden externa o una justificación metafísica, sino del diálogo
público razonado (y no con precipitación). Por ende, sus defensores la reclaman
como “insoslayables” (no pueden evitarse, pues no dependen de una
persona en particular); con alcance universal (se extienden a toda persona
y su insatisfacción genera grave daño
para cualquiera); y como objetivas u
objetivables.
Lo recientemente expuesto tiene
varias consecuencias. Una de las más relevantes es la de que, “ante el
posible daño que generaría su insatisfacción,
se considera que estas necesidades deben ser atendidas de manera
prioritaria a otras existentes, o a muy respetables deseos, preferencias
o intereses (el denominado “principio
de precedencia”)”. A aquello
se añade que la determinación de estas necesidades cuenta con ventajas
adicionales: su especial fuerza argumentativa; e1 no encontrarse
predeterminadas por consideraciones metafísicas, ontológicas o constructivistas, sino ser el resultado del
acuerdo ciudadano en su alcance y contenido.
Ahora bien, y tomando esto como
constatación de mi parte,
ese acuerdo ciudadano como sustento no es fácil
de conseguir. Más complejo aún es sostenerlo en el tiempo, El uso de esta comprensión de las cosas, y su
reclamo de asegurar mayor objetividad se va
a sostener en buena medida en un diálogo razonado, pero también en lo que haga
o deje de hacer un intérprete califica- do del
Derecho, los derechos y la institucionalidad como el juez(a) constitucional, sobre
todo si es parte de un Tribunal
Constitucional o una Alta Corte de similar rango.
El otro tema
a preguntarse es el de la relación de las necesidades básicas con los derechos
reconocidos en nuestro actual ordenamiento constitucional.
Independientemente que algunos establecen una discutible diferencia entre derechos humanos, derechos fundamentales y derechos constitucionales, lo importante
es que sus alcances (los de estas necesidades) pueden ser comprendidos y materializados por quienes tengan ordenamientos jurídicos donde el constituyente, el legislador
e incluso los(as) jueces (zas)
permita la incorporación de una de estas
necesidades dentro del contexto de exigibilidad
que otorga un derecho.
III.
Algunas ideas a modo de conclusión
Como bien puede apreciarse, el
constitucionalismo contemporáneo o “constitucionalismo de los derechos” es el
escenario al cual se llega básicamente luego de la Segunda Guerra Mundial.
Tiene, como todos(as) sabemos, apoyo con el contexto del denominado “Estado Constitucional”. Además, alega tener
su fundamento último en la persona
humana; reclama para sí
el seguimiento de parámetros democráticos de
procedimiento, competencia y contenido; y apuesta a un reconocimiento y
garantía constitucional y convencional de los derechos.
Además,
apuesta por la constitucionalización y
convencionalización de los derechos y el Derecho, así como por la
constitucionalización de la política (que en rigor está en las antípodas de la
politización de la justicia).
Aquello lleva a reconocer una importante carga axiológica sobre los diferentes textos constitucionales y convencionales a
interpretar, lo cual obliga a una importante labor de concretización de los
jueces y juezas constitucionales, sean estos(as) parte de la judicatura ordinaria, y con mayor razón si conforman
un Tribunal
Constitucional o una Alta
Corte con funciones similares. En ese
contexto, y sobre todo en el contexto europeo continental (el constitucionalismo norteamericano no viene configurado en principio por
menciones a la dignidad, sino a la libertad, a la privacy o a
la igualdad) se ha considerado
a la dignidad como sustento último del
Derecho (entendido aquí como ordenamiento jurídico) y de los derechos.
Y es que sin
negar los indudables méritos del uso
de la dignidad como sustento, justo es decir que incluso algunas democracias
cuyo carácter de Estado Constitucional (o de vocación en ese sentido) nadie discute, no
suelen utilizar a la dignidad como sustento de los derechos. De otro
lado, algunos criticar la imprecisión de la dignidad, y claramente hablan de que
no puede darse un concepto de dignidad, sino solamente
nociones de la misma.
Finalmente, hay quienes se plantean
ver si es posible sustentar los derechos en un Estado Constitucional sin recurrir a
consideraciones llenas de connotación metafísica o valorativa, la que de hecho
se encuentra cuando recurrimos
a la dignidad como sustento.
Este texto ha buscado (espero que con éxito) presentar
un enfoque alternativo. Ello no con ánimo
de propiciar una necesaria
adscripción al mismo, sino motivado por la necesidad de impulsar una importante reflexión
académica al respecto. Siempre es necesario plantearse una perspectiva abierta ante las cosas, la cual facilite su revisión, actualización y eventual modificación, sin que ello signifique sucumbir al interés egoísta de corte personal o grupal,
independientemente a su vez del contenido específico de dicho interés.
Hay pues para quienes se puedan
establecer acuerdos básicos y reconocimiento de obligaciones de dar, hacer o no
hacer exigibles a los demás sin recurrir a elementos como la dignidad. Ellos
parten del establecimiento de una lista
de necesidades de obligatorio cumplimiento y atención, so pena de algún tipo de
repercusión (sanción) a quien infringe ese acuerdo. Esa lista de
necesidades es también renovable, y en tanto puede ser plasmada por escrito,
concretizada en su interpretación en otros casos por quienes están
habilitados(as) a efectuar
esa concretización de manera
vinculante a terceros, con la mayor o
menor amplitud que reconozca el ordenamiento de cada Estado, y con el reconocimiento de los efectos
de otros acuerdos ya suscritos (el marco convencional) o de aquello que se nos presenta como
pauta de origen internacional y carácter ineludible (ius cogens).
Presento así un escenario diferente (ya no tan nuevo,
pues viene siendo discutido en muchos círculos desde hace varios años)
que espero ayude a nuestra reflexión. No impongo aquí
respuestas sino facilito insumos para
seguir conversando sobre temas de suyo importantes, que es muchas veces lo que
más importa desde el mundo académico y para una eventual toma de posiciones o acciones posteriores. Espero que lo consignado
sirva en ese sentido a todos quienes lean el presente trabajo.
Este trabajo encuentra una
especial motivación en la lectura de la tesis de maestría de Juan Manuel Sosa, La
satisfacción de las necesidades básicas como el mejor fundamento para los
Derechos Humanos (Pontificia Universidad Católica del Perú, 2013). En este
sentido, el presente homenaje al profesor Rivera tomará como referencia dicho
estudio, sin que ello implique desconocer las valiosas contribuciones de otros
autores que han realizado investigaciones exhaustivas previas sobre los temas
que aquí se abordan.
Bobbio, Norberto. El tiempo de los derechos. Madrid, Sistema, 1991, p. 61.
Aquello no implica,
según los defensores de esta postura,
el establecimiento de una jerarquía absoluta a favor de la satisfacción de necesidades, sino más bien de una precedencia condicionada, la cual deberá contar con mayores razones
para actuar. Ver SOSA, Juan Manuel. Op Cit. p.117 y ss.