La Constitución es un instrumento que busca evitar el
abuso del poder, tanto de aquellos privados que, en los hechos, tienen mayor o
una fuerza más efectiva, sea en lo económico, organizativo o de cualquier
índole, como de las autoridades públicas. De allí, entonces, que una
Constitución no puede ser el reflejo de los factores reales de poder.
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Si uno pretende definir qué es una Constitución, encontrar el
libro de Ferdinad Lasalle, que tiene por título justamente “Qué es una
constitución” (1892), podría llevarle a pensar que ha dado con el
material adecuado para ese fin. Nada más falso.
Ferdinad Lasalle se pregunta: ¿Dónde reside la esencia de una
Constitución, cualquiera que ella fuere? Y, para dar respuesta a la misma,
efectúa un análisis sociológico, histórico y jurídico de la Francia del Siglo
XIX y concluye afirmando que “la verdadera Constitución de un país solo reside
en los factores reales y efectivos de poder que en ese país rigen, y las
Constituciones escritas no tienen valor ni son duraderas más que cuando dan
expresión fiel a los factores de poder imperantes en la realidad social, de ahí
los criterios fundamentales que deben ustedes retener…” y agrega que
aquella Constitución escrita, que no refleja los verdaderos factores reales de
poder, es una simple hoja de papel.
Si ésa es la respuesta a la pregunta ¿qué es una
Constitución?, se puede concluir que Ferdinad Lasalle, en realidad, ha
definido lo que no es una Constitución y es que si ésta se limitara a reflejar
las fuerzas que dominan una sociedad, entonces sería apenas un instrumento de
poder –un mecanismo a través del cual se perpetúa ese dominio– y solo serviría
para justificar a quienes pueden imponerse.
Lo que de verdad es
En razón de ello, hay que sostener exactamente lo contrario, la
Constitución es un instrumento que busca evitar el abuso del poder, tanto de
aquellos privados que, en los hechos, tienen mayor o una fuerza más efectiva,
sea en lo económico, organizativo o de cualquier índole, como de las
autoridades públicas. De allí, entonces, que una Constitución no puede ser el
reflejo de los factores reales de poder.
Si para aproximarnos a responder la pregunta ¿qué es una
Constitución? recurrimos a algunas de las definiciones más o menos
corrientes, podría citarse, a manera de ejemplo, a Georges Burdeau, quién
afirma: “Una Constitución es el status del poder político convertido en instituciones
estatales. La Constitución es la institucionalización del poder”.
O a Maurice Hauriou, quién afirma que “la Constitución es un
conjunto de reglas relativas al gobierno y a la vida de la comunidad estatal”.
Estas definiciones explican el contenido de la Constitución: derechos
ciudadanos, organización del gobierno, institucionalización de la política y
dejan implícito –demasiado implícito– lo que una Constitución es.
Evidentemente ésta concretiza la visión política de una
sociedad, pero, si solo fuera eso, entonces, incluso, los gobiernos
autoritarios o totalitarios podrían alardear de contar con una Constitución y a
la sazón se diluye totalmente su sentido.
Si se busca otras definiciones, está, por ejemplo, la efectuada
por el Tribunal Constitucional Español, que, en la sentencia Nº 9/81 31 de
marzo 1981, afirma: “La Constitución es una norma cualitativamente distinta de
las demás, por cuanto incorpora el sistema de valores esenciales que ha de
constituir el orden de convivencia política e informar todo el ordenamiento
jurídico. La Constitución es así la norma fundamental y fundamentadora de todo
el orden jurídico”.
Hay que destacar que entre los elementos que se individualizan
en esta descripción se tiene el hecho de que la Constitución concretiza jurídicamente
la visión política de la sociedad y, por ello, instituye el sistema de valores
acordado por la misma, es el origen y fundamento del ordenamiento jurídico,
elementos o cualidades importantísimas, ni duda cabe, pero que no ayudan a
responder a la pregunta ¿Qué es una Constitución?
O será que, como sostiene Eliseo Ajá en el prólogo al libro
antes referido de Ferdinad Lasalle, esa pregunta “carece de una respuesta
general; es preciso concretar en qué país y en qué periodo histórico; e,
incluso, la posición política y doctrinal de quién contesta”. Y, por tanto,
podría, a partir de ello, justificar la ausencia de una definición esencial y
permanente de Constitución.
Al respecto, resulta muy útil recordar la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en Francia en 1789, la misma que
en su artículo 16 afirma: “Toda sociedad en la cual no esté establecida la
garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece
de Constitución”.
Este artículo hace énfasis en la función ontológica de la
Constitución al fijar el contenido esencial y permanente de la misma, que es
establecer los instrumentos y garantías necesarias para que los derechos que
reconoce y proclama puedan concretarse, evitando la amenaza o el atropello que
puedan efectuar el resto de los ciudadanos y/o las propias autoridades.
El instrumento efectivo
Esta, podría decirse, es la esencia de una Constitución, ella no
se limita a reflejar las fuerzas fácticas ni a concretar la visión política de
una sociedad o solo a establecer los derechos fundamentales, aspira a
constituirse en un instrumento efectivo de protección incluso para aquél
ciudadano o ciudadana que no tiene ningún poder ni pertenece a ningún grupo y
solo se tiene a sí mismo y, como un ser humano, merece el respeto de todos.
Esta podría decirse es la respuesta a la pregunta de ¿Qué es una
Constitución? Y, por ello, es evidente que sería preferible que la misma sea
una simple hoja de papel a que se constituya en un instrumento al servicio del
poder.
Ciertamente, no se puede obviar que una cosa es que exista una
Constitución y otra que la misma sea efectivamente cumplida. Justamente en
atención a este aspecto, la Ciencia Constitucional tiene la tarea de
identificar los ámbitos en los que aquella no se cumple y saber a qué responde
esa situación: cultura ciudadana, gestión de los gobernantes, influencia de
grupos de presión, características de los partidos políticos o del sistema de
partidos u otros, así proponer los mecanismos y medidas adecuados para superarlos,
pero el punto de partida es –vale la pena reiterarlo– que haya una
Constitución.
El autor es doctor en Derecho Constitucional
de la Universidad Complutense de Madrid.
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