Hacia un nuevo contrato social
24 abril,
2019
Este libro es el resultado de un esfuerzo
propositivo que de ninguna manera es ajeno a la práctica institucional de
Fundación Milenio. Este centro de pensamiento se creó en 1992 precisamente con
la intención de alentar la investigación y el debate en la perspectiva de
promover el surgimiento y la elaboración de propuestas para impulsar el
desarrollo económico y el fortalecimiento de la democracia en Bolivia. En esta
ocasión, los autores han elaborado propuestas y las presentan ahora luego de
haberlas sometido al debate con académicos, políticos y periodistas. Ellos no
necesitan presentación porque llevan muchos años navegando en las turbulentas
aguas donde se encuentran la política y la investigación. Y lo han hecho con
eficiencia profesional y solvencia moral.
La finalización de un ciclo económico de
excepcionales características para Bolivia es el punto de partida de estas
propuestas. La casi milagrosa coincidencia de que iniciaran operaciones los
megacampos gasíferos de Tarija, el gasoducto al Brasil y la mina de San
Cristóbal y de que la demanda internacional aumentara tanto como para
multiplicar los precios en los mercados, permitió que las exportaciones también
se multiplicaran varias veces, y con ellas los ingresos y gastos fiscales. Los
impactos económicos y políticos que tuvieron esos recursos constituyen un
aspecto fundamental de los diagnósticos de partida. El panorama que muestran es
poco alentador. Por debajo de deslumbrantes aeropuertos, carreteras, puentes y
teleféricos, la infraestructura de servicios públicos se ha deteriorado y los
servicios mismos son menos efectivos. Por debajo de un gran dinamismo del
comercio exterior, la agricultura campesina, la manufactura industrial, la
artesanía urbana apenas se sostienen generando empleos precarios y mal
remunerados. Por debajo del despilfarro de museos, palacios y viajes, la
gestión pública se nutre de consultorías de bajos ingresos y sin compromiso con
el ciudadano. La confianza en las instituciones ha caído a niveles que ameritan
declararlas en emergencia, sobre todo las que velan por la seguridad jurídica y
ciudadana.
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Javier Cuevas, Luis Carlos Jemio y Henry Oporto
reconocen y describen esos problemas, desarrollando propuestas específicas para
encarar una profunda reforma fiscal, el diseño de una nueva estrategia de
desarrollo, y la concertación de rápidas y profundas reformas institucionales.
Los autores van incluso más allá al anticipar los riesgos, problemas y
consecuencias que podría tener la adopción de sus propuestas, con lo que
articulan una contribución muy necesaria al debate nacional en un momento en el
que, precisamente, se ha puesto en marcha la transición electoral y es
fundamental que se abra aún más el debate público.
La rápida disminución de las rentas provenientes de
los recursos naturales, debido al agotamiento de las reservas de gas y
minerales y a la disminución de sus precios, nos obligará a adaptarnos a estas
nuevas condiciones si no queremos hundirnos en una nueva crisis. En todo caso,
si dejamos que nos llegue esa crisis, algunas de las propuestas que se plantean
en este libro ya no serán opcionales, serán obligatorias. Por ejemplo, al
disminuir los ingresos fiscales el déficit se acrecienta y pone en riesgo a
toda la economía. Reducir el gasto fiscal es imperativo, pero aquí surge el
desafío: ¿a dónde orientar lo que quede? Los autores no vacilan en plantear la
prioridad de largo plazo: la salud y la educación de la gente. Al bajar las
exportaciones se plantea el dilema de cómo financiar las importaciones y de ahí
surge la necesidad de diversificar la economía y buscar una mayor integración a
mercados dinámicos, lo que a su vez exige recrear el sistema institucional y
jurídico para dar seguridad a los inversionistas, de manera que puedan
aprovechar oportunidades y crear empleos de mejor calidad y más estables.
El corto y el largo plazo están imbricados en este
libro, como lo están las perspectivas del crecimiento, el desarrollo y la
democracia, o los enfoques centrados en el rol del Estado, la participación de
los inversionistas y emprendedores y las condiciones del empleo. Por supuesto,
hay muchos temas que no han podido ser tratados en este libro. Ello no se debe
a que carezcan de importancia o sean menos relevantes. Al contrario. Es porque
merecen un análisis más profundo y detallado que quedaron afuera. Quien desee
anotar las omisiones le hará también un inmenso favor al país, porque
contribuirá a plantear una agenda relevante para nuestro trabajo y el de otras
instituciones similares.
En las propuestas de este libro se diseñan
objetivos y tareas. Creo que es también importante avanzar una reflexión sobre
métodos y actores. Como en aquella antigua fábula, tan importante como
establecer la necesidad de ponerle cascabel al gato, ¡es definir quién y cómo
se lo pone! En ese sentido, creo necesario distinguir que en la práctica se
puede optar por acciones fundamentalmente gubernamentales, que es lo que se
hace tradicionalmente cuando se diseñan políticas públicas, o por acciones más
abiertas a la participación de la gente, que es lo que ocurre cuando se permite
desplegar su iniciativa y creatividad a los actores económicos y sociales.
Considerando la debilidad institucional en Bolivia
y el hecho de que la misma se ha acentuado en los últimos años, debemos pensar
sobre todo en la manera de lograr que las políticas de superación de la crisis
y de impulso al desarrollo se basen menos en la gestión pública y más en las
iniciativas de la gente. De otro modo, seguiremos alimentando una visión
burocrática y renovando la frustración nacional. Entiendo que este
planteamiento contradice los hábitos que tenemos de pensar y estudiar a las
políticas públicas como actos de gobierno. Este hábito se sostiene incluso a
pesar de que nuestra propia experiencia nos ha enseñado que las de mayor éxito
y durabilidad son las políticas realizadas por la gente desde su lugar en la familia,
en los mercados, en las ciudades.
LEER TAMBIÉN: EL DEBER: Oporto: “En Santa Cruz hay más relaciones
de confianza que en el occidente”
Como experiencias de las que debemos aprender me
refiero por ejemplo a la muy famosa “Nueva Política Económica” expresada en el
decreto 21060, y a la no menos célebre reforma de la “participación popular”.
Si se analiza con detenimiento el 21060 se encontrará que más que plantear
acciones que el Estado debía realizar, lo que hizo fue levantar los obstáculos
que el Estado había creado con su presencia y sus acciones. Limitar el gasto
fiscal a los saldos positivos en caja, levantar prohibiciones y controles en
los mercados, facilitar los flujos de personas y bienes fueron en realidad
mecanismos para que las personas tomaran la iniciativa y actuaran más
libremente y poniendo en juego sus recursos y su creatividad. Y así lo
hicieron, resolviendo de una manera casi instantánea los problemas de
desabastecimiento, colas, favoritismo y contrabando. Con la reforma municipal
pasó algo similar. En vez de seguir la ruta habitual que señalaban los manuales
de fortalecer las burocracias locales antes de entregarles recursos y
responsabilidades, se optó por hacer primero esto, desatando la inquietud y el
compromiso de la gente, liberada ya de la obligación de desperdiciar tiempo y
energía en relaciones prebéndales con el poder central. Y el cambio se comenzó
a percibir en logros que fueron, también, inmediatos.
Las políticas con la gente, que no dependen de la
acción de los políticos ni de las burocracias, sino de la voluntad y los
recursos de los ciudadanos, son precisamente por eso más eficaces, rápidas y
exitosas. Cuando la acción gubernamental se dedica a remover obstáculos a la
iniciativa y las actividades de la gente, a proteger sus propiedades, derechos
y contratos, permitiéndoles a las personas hacer aquello que conduce al logro
de sus propios fines y objetivos, estimulan a la gente para que invierta sus
propios medios y esfuerzos. Lo hacen con dedicación y esmero porque saben que
está en juego su propio bienestar. Estas políticas son obviamente más eficaces.
No solamente logran involucrar más gente y más recursos en el logro de los
objetivos deseados, sino que éstos son más consistentes con las aspiraciones de
la gente. Pero además pueden ser mucho más flexibles para adaptarse a
condiciones cambiantes.
Esto resulta fundamental en un país como Bolivia,
tan diverso y desigual en términos geográficos, culturales y económicos.
En esta clave participativa deben entenderse las
propuestas de reducción del gasto y descentralización de la educación y la
salud, que propone Cuevas, que también alienta una simplificación de trámites y
reducción de impuestos para facilitar la conversión del ahorro en inversión y
diversificarla a fin de encarar el desafio de superar el extractivismo, que
Jemio define como el desafío fundamental de una nueva estrategia de largo
plazo.
La superación del extractivismo, como lo he
sostenido muchas veces, implica reconocer la manera en que funciona la trampa
del rentismo pues de otro modo no será posible eludirla. Puesto que la
abundancia de recursos naturales está fuera de nuestro control, porque forma parte
de las condiciones naturales que hacen a lo que somos como Bolivia, lo que
debemos hacer es evitar que las rentas de esos recursos se concentren porque
cuando lo hacen se conviertan en el objeto central de la disputa económica y
política. Sobre todo, si se concentran en un Estado institucionalmente débil y
vulnerable a las presiones corporativas. Si, por el contrario, esas rentas
fueran directamente a la gente, como lo hemos venido proponiendo desde el 2004,
no solamente se disolverían las presiones y conflictos, sino que una gran parte
de la población tendría una mayor capacidad de consumo y ahorro, aumentando las
oportunidades para los emprendedores e inversionistas.
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La rápida disminución de las rentas que hemos
empezado a vivir desde el 2014, y el agotamiento de las reservas de gas natural
y minerales, seguramente reducirán la relevancia del “problema de la
abundancia”, obligándonos a concentramos en la búsqueda de alternativas y en
mejorar la productividad. Será además una gran oportunidad para fortalecer la
institucionalidad estatal, debilitada por el despilfarro, por las pugnas
rentistas y el asedio corporativista. Si en esos momentos no se logra recuperar
la independencia judicial, restablecer el imperio de la ley y fortalece la
seguridad jurídica, tareas esenciales para el desarrollo como lo recuerda
Oporto, la crisis no podrá ser una oportunidad y, por el contrario, nos
arrastrará a la autodestrucción.
Esto resulta fundamental en un país como Bolivia,
tan diverso y desigual en términos geográficos, culturales y económicos.
En esta clave participativa deben entenderse las
propuestas de reducción del gasto y descentralización de la educación y la
salud, que propone Cuevas, que también alienta una simplificación de trámites y
reducción de impuestos para facilitar la conversión del ahorro en inversión y
diversificarla a fin de encarar el desafio de superar el extractivismo, que
Jemio define como el desafío fundamental de una nueva estrategia de largo
plazo.
La superación del extractivismo, como lo he
sostenido muchas veces, implica reconocer la manera en que funciona la trampa
del rentismo pues de otro modo no será posible eludirla. Puesto que la
abundancia de recursos naturales está fuera de nuestro control, porque forma
parte de las condiciones naturales que hacen a lo que somos como Bolivia, lo
que debemos hacer es evitar que las rentas de esos recursos se concentren porque
cuando lo hacen se conviertan en el objeto central de la disputa económica y
política. Sobre todo, si se concentran en un Estado institucionalmente débil y
vulnerable a las presiones corporativas. Si, por el contrario, esas rentas
fueran directamente a la gente, como lo hemos venido proponiendo desde el 2004,
no solamente se disolverían las presiones y conflictos, sino que una gran parte
de la población tendría una mayor capacidad de consumo y ahorro, aumentando las
oportunidades para los emprendedores e inversionistas.
LEER TAMBIÉN: EL DEBER: Henry Oporto: “Hoy, Bolivia necesita un
nuevo contrato social”
La rápida disminución de las rentas que hemos
empezado a vivir desde el 2014, y el agotamiento de las reservas de gas natural
y minerales, seguramente reducirán la relevancia del “problema de la
abundancia”, obligándonos a concentramos en la búsqueda de alternativas y en
mejorar la productividad. Será además una gran oportunidad para fortalecer la
institucionalidad estatal, debilitada por el despilfarro, por las pugnas
rentistas y el asedio corporativista. Si en esos momentos no se logra recuperar
la independencia judicial, restablecer el imperio de la ley y fortalece la
seguridad jurídica, tareas esenciales para el desarrollo como lo recuerda
Oporto, la crisis no podrá ser una oportunidad y, por el contrario, nos
arrastrará a la autodestrucción.
Es para ese momento de tensión que necesitaremos
las reformas que potencien las iniciativas de la gente. Ya sabemos que no hay
desarrollo que no sea producido por la gente.
En educación, por ejemplo, Cuevas menciona la
posibilidad de reemplazar los subsidios a la oferta (construyendo escuelas y
pagando maestros con recursos fiscales) por subsidios a la demanda (dando
cupones o vouchers a la gente para que pague con ellos los servicios
educativos). Esto daría lugar a un mercado simulado para la educación en el que
los proveedores del servicio competirían abiertamente, mejorándolo y atrayendo
a más gente deseosa de invertir su dinero y energías en ese rubro sustancial
del desarrollo que es la educación. Obviamente, el papel de los organismos
públicos debería cambiar para concentrarse sobre todo en establecer mecanismos
transparentes y continuos de evaluación y supervisión.
La creatividad cultural y artística y la
investigación científica deben estar en el centro de una nueva estrategia,
porque forman parte del núcleo de la nueva economía mundial. Esas son
actividades que dependen fundamentalmente de talentos individuales que
solamente pueden surgir cuando se generan entornos que al mismo tiempo de
promover el intercambio fortalezcan la competencia. Si la reforma fiscal que se
propone en este libro permitiera además que cualquier contribuyente pudiera
entregar parte de su obligación impositiva directamente a proyectos o grupos
culturales y científicos, se crearía una suerte de “micromeccnazgo” que vincule
más directamente a los contribuycntcs-financiadores con los productores
creativos y abriría opciones de respaldo a todos y no solamente a quienes se
acercan a los centros del poder y la burocracia.
Otro ejemplo podría encontrarse en la salud. Un
seguro universal de salud es tan viable como un SOAT, a condición de que se
permita que los proveedores de esos seguros y de los servicios de salud
compitan libremente para otorgarlos. En su origen, el SOAT era “obligatorio”
pero se podía escoger la compañía que ofreciera las mejores condiciones. Los
últimos años ya se experimentó con un seguro privado que costaba menos de 40 Bs
al mes, dando protección hasta 5.000 Bs. Si los once millones de bolivianos
buscaran esa cobertura, los costos bajarían y los niveles de protección
subirían por las economías de escala en que se sustentan los sistemas de
seguridad. Es posible que muchos bolivianos, por su situación de pobreza, no
podrían cumplir la obligación de tener seguro por falta de ingresos. Pero si
elimináramos los subsidios a los carburantes, que son regresivos, y se
distribuyeran esos recursos en sumas iguales a todos los ciudadanos, entonces
los más pobres sí tendrían el flujo monetario necesario para comprar un seguro
y, además, podrían escoger el que más les convenga. Una política de este tipo
sería mucho más equitativa y además movilizaría a las empresas de seguros y a
los profesionales de salud haciéndolos competir por un objetivo común:
proporcionar servicios de protección y salud a la gente. Y sus resultados
serían inmensamente mayores y más rápidos que cualquier esquema estatal de
seguro universal de salud.
Cuando se diseñan políticas pensando en que el
único agente capaz de realizarlas es el gobierno, se corre el riesgo de
concentrar recursos y expectativas en la burocracia, desmovilizando y
desmotivando a la gente a cambio de un paternalismo protector que a largo plazo
resulta ineficaz. A diferencia de ellas, las políticas de participación con la
gente -como las esbozadas acá- subordinan la acción de la burocracia a las
necesidades de la población y permiten que sea ella la que resuelva sus
problemas y encuentre lo que mejor satisface sus necesidades y aspiraciones.
Con la ventaja adicional de que desata la creatividad y logra resultados desde
el corto plazo.
Con este libro queremos aportar como lo ha hecho
siempre la Fundación, de una manera constructiva y con imaginación y
compromiso.
Roberto Laserna
Presidente
de la Fundación Milenio
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